Ese título que no fue


¿Por qué esperar el día de la memoria para hacer memoria? Siempre es tiempo de recordar pensando, más allá de las fechas.

Largos años transcurrieron desde aquella mañana en que había dejado su pueblito en la provincia de Córdoba para instalarse en Capital, tratando de cumplir con el anhelo del viejo que pretendía un hijo “dotor” aunque no fuera médico. Era del interior del interior, criado en el seno de una familia conservadora que había llegado al país tratando de hacerse una nueva patria sin dejar de añorar las pastas de allá.

Vivía en Capital pero existía en su tierra chica, a donde volvía siempre que los feriados y el bolsillo se lo permitían. Cada regreso era una nueva aventura. Como esa vez en la que todo el pueblo habló de él. Se había dejado el pelo hasta más allá del cuello de la camisa. “En algo raro debe andar”, dedujeron las viejas de la cuadra entre gallos de amanecer y baldeo de veredas.

Junto con el frío invierno de Buenos Aires, empezaba a transitar los últimos peldaños de la escalera que lo depositaría definitivamente en otra etapa de su vida. Sabía todo lo que tenía que saber, en el último mes había estudiado todo lo que había que estudiar. Sólo un día de licencia se tomó, fue ese en el que no pudo eludir la insistencia de sus amigos de la pensión que lo invitaron a la cancha. Nunca había visto un partido de fútbol, menos desde una tribuna de un coloso de cemento al que no le encontraba explicación lógica.

Tanto le hablaron de aquel partido que hasta supuso sentir ganas de averiguar de qué se trataba. Jugaba la Selección contra Italia. Si los nuestros ganan, le explicaron, estamos para campeones, si no hay que ir a jugar a Rosario y la cosa se complica. Fue, qué podía perder más allá de unas horas de estudio.

Argentina perdió uno a cero. La peor parte del pronóstico se cumplió. Desde entonces comprendió que el fútbol no era lo suyo. Le invadía el pecho la sensación de haber arruinado la fiesta de todos. Aunque sabía que como estaban las cosas no se podía hablar de “fiesta” y mucho menos de “todos”.

Desde hacía rato no veía a un par de compañeros. Dejaron, de un día para el otro, de frecuentar la Facultad. Un profesor, entre dientes, le había comentado de una especie de reorganización y le sugirió no averiguar demasiado. Lo mismo le decía el viejo cada vez que en las encomiendas le escribía un par de líneas.

Nada de fútbol y cada vez menos actividad intelectual, fuera de los libros de Electroquímica, lo habían convertido en un animal de estudio dedicado, pura y exclusivamente, a rendir su última materia y pensar en la tesis. No sabía bien de qué se trataría pero creía tener el título: “Sobre la revolución que produjo la cuba electrolítica”.

Desde el frustrado debut como aficionado del fútbol había decidido volver a la normalidad, no consumiría nada relacionado con eso que consideraba “pan y circo”. Era difícil, mucho más ese 25 de junio en el cual los amigos de la pensión ya tenían todo organizado para juntarse a ver la final contra Holanda. Esta vez fue imposible conseguir entradas.

Ni bien apoyó un pie en la vereda se sintió invadido por el mismo clima que había sufrido esa vez que fue a la cancha. Sería pasajero, pensó. El gris de la siesta invitaba a leer sentado en el banco de la plaza. El marco teórico para la tesis lo desvelaba, aun siendo domingo. Se llevó dos libros de Faraday, un erudito en el tema. Caminó con los textos abajo del brazo, toda una provocación para la época. “Después de todo no es Marx”, pensó y siguió, pero algo que no sabía si respiraba o percibía lo desalentó. De repente la modorra pos almuerzo obligó al cambio de planes.

De vuelta en la pensión las agujas del reloj buchoneban la hora de la siesta, que en Capital, en la patria chica o donde fuese era sagrada. Decidió dormirla sin límites, hasta cansarse, total no había cosas más interesantes por hacer. Mirar la final del Mundial era arriesgarse a diplomarse de mufa antes que de doctor.

Entrada la noche ni el griterío por el primer gol de Argentina lo despertó. Pero saltó de la cama cuando el chirrido de un par de frenadas rompió el silencio de la pensión. Seis hombres vestidos de verde habían sacudido la puerta. Dos de ellos lo sacaron de la cama. Uno, con tonada familiar, le advirtió: “No hagai nada, quedate piola. Io’ te gua a da’ andar con lo de la revolución de la Cuba”.

Le ataron las manos, sobre la cabeza le tiraron las sabanas revueltas de la cama, bajaron las escaleras al primer piso de la pensión; no escuchó a ninguno de sus amigos. Ya no estaban en el lugar. Sólo le pareció oír el sonido difuso del televisor. Lo subieron, según podía adivinar, a un auto de grandes dimensiones. Lo llevaron. No sabía adónde.

Volvió a ver la luz unos minutos después, en realidad no vio nada porque un gran reflector lo encandilaba. Detrás de un escritorio, según dedujo, su interlocutor lo indagaba a cerca de responsables. Nada dijo. Nada tenía para decir.

El mismo de la tonada familiar lo sacó de lo que parecía ser una oficina. Recorrieron algunos pasillos. Un alto en el trayecto le trajo a los oídos el sonido de la tele que había escuchado instantes antes de salir de la pensión. La generosidad del guía le permitió hojear la pantalla: “Pará que ia termina”, le dijo.

La tele mostró a los de naranja con la pelota, el relator nombró un par de veces a un tal Rensenbrink. Justo ese tenía la pelota cuando volvieron a ponerle las sabanas sobre la cabeza y lo llevaron. Estaba adentro del área y por patear al arco.

Caminó un par de pasillos más hasta que se abrió una puerta. El frío que salió desde la habitación le estremeció el pecho. Alguien lo empujó y luego cerró el portón de hierro. No sintió un solo ruido más. Seguramente había sido gol de los otros. [-]

6 comentarios:

  1. hermoso cuento Mauri! te voy a seguir leyendo de a poco, felicitaciones!

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  2. Gracias Fede!!! Es un gusto "dealé" nomás...

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  3. Anónimo23/3/13

    Nunca dejes de escribir.

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  4. Muy bueno!! Sos un grande Coccolo, entre las estadísticas y esto, mis admiraciones para vos

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