Discutidores


Las discusiones comienzan a terminarse cuando discuten los discutibles que siempre encuentran un problema: el otro.

En el bar del club se sabe muy bien quién es quién, no tiene sentido andar disimulando una vida que antes de ser vivida ya está en boca de todos; las charlas son esa cruda puesta en común de lo que pasó y, al mismo tiempo, presunciones de lo que ocurrirá; siempre igual: nadie sabía nada hasta que todos saben todo.

No es para cualquiera el bar del club. Las mujeres, por ejemplo, no entran ni a comprar cigarrillos; los negros del sur apenas si pueden colarse después de los partidos de local el domingo a la tardecita y se mezclan con los jugadores a tomar los vinos que pagan los que tienen guita; los sábados a la siesta juegan al chinchón sólo los empleados de las cerealeras que trabajan en blanco y se sabe van a pagar en caso de perder; el lunes a media mañana toman el café los del banco, el jefe del correo y algún circunstancial gringo del campo si el tiempo lo permite.

Las mesas redondas pueden entenderse como una estúpida metáfora de círculos reducidos de personas, a los que únicamente se puede acceder si alguien se levanta y deja su lugar. Claro que los huecos no quedan librados al oportunismo del que cruce la puerta, cuando el presidente de la Cooperativa sale para la casa llega el secretario de la Municipalidad y ocupa la silla como si los movimientos estuvieran previamente coordinados. Esa sucesión colectiva es involuntaria, ya que no surge de un acuerdo previo, pero hay una premeditación individual porque todos conocen las obligaciones de todos y nadie llega a la hora que llega de casualidad.

Los tipos del bar del club son los tipos de la Comisión, los de la Fundación, los de la Iglesia, son los tipos del hipódromo, los del baile, los de la Municipalidad, en definitiva, son los tipos del pueblo. Se conocen. Cada uno sabe de los otros y, al mismo tiempo, sabe que todos saben lo que cada uno sabe de los otros. Nadie puede esconderse pero tampoco descubrir, la frazada no tapa ni destapa, por eso terminan siendo lo que se creen mutuamente.

El jetón Rivera es contador sin ser contador y comparte la mesa con Víctor Gaytán, que lo sabe pero igual le encarga los balances del Consorcio Caminero, donde el maquinista cobra mitad en blanco y mitad en negro. Los dos son menottistas y no lo bancan al Rulo Lescano porque hace jugar al equipo del club del pueblo con línea de tres, doble cinco y un punta. El Rulo Lescano no está solo en la discusión, desde que lo vio con la mujer de Gaytán, se ganó la lealtad del comisario Rosales, al que no le queda otra más que acostumbrarse a ser de Independiente y bilardista.

En las discusiones siempre subyace una sensación de costillas contadas, pero a ninguno se le ocurriría achicar diferencias recordando, por ejemplo, el día que el Rulo Lescano fue a matarse y se olvidó las balas.

Resulta que Lescano dejó una carta para que supieran por qué, agarró la escopeta, se subió a la F-100 y enfiló para el campo. Paró abajo del sauce donde alguna vez fueron felices con su hermano ya muerto; el recuerdo no fue lo mejor que pudo pasarle, la historia familiar tenía pocas imágenes de sonrisas y la cara del hermanito, que de grandes le robaría en la división de la herencia, no era una foto que pudiera llevarlo a revisar la decisión. Evidentemente, la mano torcida ya tenía el destino escrito, porque si se le hubiera cruzado por la cabeza la cara del viejo por ahí se arrepentía, claro que debía haber sido en esos momentos inolvidables cuando el vino lo emborrachaba para el lado de la responsabilidad paterna y no del cintazo violento.

En esos instantes cruciales, las reflexiones son un arma tan peligrosa como el dedo índice y el resultado cambia según lo que se dispare primero, pero el caso del Rulo era distinto porque estaba muerto sin necesidad de morirse. Ningún recuerdo podría modificar el cuadro y, además, aunque apretara cien veces el gatillo no se dispararía el arma, sencillamente porque las balas habían quedado en el cajón de la mesa de luz.

¿Cómo es posible decidir pegarse un tiro y olvidarse las balas? ¿Cómo decir que se está vivo cuando la idea era otra? ¿Cómo entender que se puede morir aún viviendo? En el bar los muchachos evitaron los rodeos metafísicos: “Lo hizo a propósito, para dar lastima; si te vas a matar te matás y listo… sin andar dejando cartas…”.

Lo que los otros sepan, o supongan que saben, no le mueve un pelo al Rulo Lescano si tiene que decirles algunas de las cosas que piensa, o pensar -sin decirlo- que hablar de fútbol con tipos así no tiene sentido, es perder el tiempo. [-]

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