Don Vicente


Dicen que todo tiempo pasado fue mejor, el tema es para quién, dónde, cómo y cuándo, de eso se trata, lo demás va y viene... igual que los goles.

Mirá que hay misterios en la vida, pero lo de Don Vicente es inexplicable porque de la nada, de un día para el otro, dejó de ir al fútbol. Es raro porque el viejo se había convertido en una parte más de la cancha, siempre se sentaba en el mismo lugar: al lado del segundo poste del tejido contando desde el tapial. Llegaba bien temprano, incluso la gente pensaba que Don Vicente no pagaba la entrada porque se metía por una puertita de chapa que está atrás del arco y sirve para que los pibes vayan a buscar la pelota cuando sale por arriba del tapial, pero en realidad cuando terminaba cada partido pasaba religiosamente por la caja, dejaba los diez pesos correspondientes y se llevaba el último número del talonario para saber cuánta gente había ido a la cancha. Tiene esas cosas Don Vicente: le gusta controlar todo; como buen peronista-de-Perón piensa que el hombre es bueno pero si se lo vigila es mejor, y más si son varios en una Subcomisión que maneja la plata del club.

La cuestión es que la ausencia de Don Vicente pasó a ser tema de conversación y especulaciones. La señora de la caja se sorprendió el primer domingo que el viejo no fue a pagar y llevarse el número, al segundo ya estaba haciendo conjeturas: pensó que debía estar enojado porque se había enterado que en los dirigentes habían decidido traer a un técnico de Córdoba para que agarrara el equipo de Primera y todas las inferiores, lo que implicaba un gasto considerablemente mayor y, además, sacarlo al Rulo Lescano que, aún con sus cosas, llevaba toda una vida colaborando con el club sin cobrar un peso.

Como habitualmente pasa en los pueblos con estas cosas, la punta de una suposición sirvió para armar un ovillo de especulaciones. Encima, el viejo Vicente no sólo había dejado de ir a la cancha sino que además desapareció del club. De repente abandonó su costumbre de pasar a las once y media clavadas a tomar el Gancia con una gotita de fernet y un chorro de soda. Peor todavía, según dijeron, empezó a ir al bar del otro lado de las vías todas las tardecitas a tomar cerveza negra con maníes sin cascara. Todo demasiado raro.

Es más, en el bar del club circulaba el rumor de que el viejo incluso había querido matarse. Según parece andaba deprimido porque la mujer del hijo aparentemente se había ido con un vendedor ambulante que pasaba todos los miércoles a la mañana por el pueblo. Dicen que lo salvó la señora que lo cuida, porque llegó justo cuando Don Vicente estaba tratando de ahorcarse con una soga que tenía atada al respaldo de la cama. Supuestamente, no se mató porque cuando tiraba para quedar seco de un golpe, la cama se le corría y nunca terminaba de cortar la respiración; cuando la señora llegó estaba morado, pero al parecer no por la falta de aire sino por la fuerza que había hecho tratando de frenar los movimientos de la cama con la pierna.

En fin, a esa edad, de buenas a primeras, dejar de ir a la cancha, cambiar la rutina, la bebida y el bar indudablemente son señales de que algo no anda bien. Para colmo, Don Vicente, futbolero como es, se cambió al bar del otro lado de las vías que ni siquiera tiene televisor para mirar los partidos. Eligió un lugar raro, donde a la gente se le va la vida jugando a las cartas, tomando algún que otro vino, y no se detienen a pensar en la plata que habrá robado el gerente del banco para que lo echen así o la matufia de la contadora de la Cooperativa con unos cheques dibujados. Aunque parezca imposible no hablan de los temas que todo el mundo en el pueblo comenta.

–Me cansé. Le digo que me cansé. ¡Centrofóbal eran los de antes, no los pitucos estos de ahora!
–Sí, ni hablar.
–¡El gringo Seia! ¿Se acuerda? Sin ser muy inteligente igual hacía goles porque no necesitaba imaginarlos o pensarlos, directamente los metía y listo. Es cierto que con esas piernas largas como palancas no era muy armonioso que digamos, pero qué importa si el gol ya es un hecho estético en sí mismo, no tiene sentido empalagar. El gringo Seia sabía que meter goles es como ponerse viejo o volverse loco: sólo hay que dejarse llevar naturalmente. ¡Qué goleador! No quedan más de esos, ya no hay…
–No, ni hablar…
–Yo estuve en la cancha el día que al gringo Seia lo alcanzó el destino sin que él tuviera que salir a buscarlo como cualquier hijo de vecino que juega de nueve. Lo volvieron loco a puteadas esa tarde y encima todo el mundo se le cagó de risa cuando desmayó al perro de la policía: en el arco del tapial, agarró de aire una pelota que llegaba perfectamente redonda, infló el pie como si fuera un puercoespín y le pegó de lleno, con la fuerza de un toro que encara el alambrado para escaparse, lástima que le faltó dirección y se la puso en la cabeza al perro de uno de los policías que estaba atrás del arco a dos metros del palo. La gente primero se quedó muda, la cancha parecía muerta, y después explotó en miles de risas que se multiplicaban a medida que se iban dando cuenta de lo qué había pasado. El gringo miró al piso, hizo bien porque ahí es donde se juegan los partidos y no afuera. En la jugada siguiente le puso la zurda –que la usaba nada más que para apretar el embrague– a un centro-de-la-muerte del Piola Gutiérrez y ganamos 1 a 0 con gol de él. ¡Eso era un goleador! Los de ahora quedan muy lejos, si hasta parecen perfectos.
–Psé…

De casualidad, mientras esperaba que le dieran el vuelto de los Derby que la madre lo había mandado a comprar, el Catulo escuchó la conversación y pensó: “Pobres viejos, no saben lo que se perdieron por no verlo a Messi… si tuvieran una tele…”. [-]

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